lunes, 2 de abril de 2012

Hoy me he fijado en la indiferencia de la gente. Gente paseando que mira de reojo al resto de personas y aparta inmediatamente la vista, altivos. Madres con sus niños, que apenas llegarían a los 5 años, acercarse curiosos a músicos callejeros. Y en el momento en el que el músico sonríe al niño, la madre da un tirón del bracito de su hijo y le dice: Venga, que nos tenemos que ir. Sinceramente, yo no me creo esa frase en el 70% de los casos, y hoy la he visto salir de la boca de 3 personas. El músico baja la mirada y sigue tocando, casi mecánicamente, pensando en sus cosas y tocando como un robot. Música vacía, sin matices ni ninguna muestra de emoción alguna. Los primeros minutos pensaría: "lo haré tan bien, que se acercarán a mi, me darán la enhorabuena, me ayudarán económicamente, los niños pequeños bailarán al sonar la música, y todos se quedarán admirados murmurando: qué bien lo hace."
Esos primeros minutos hace lo que tiene en mente. Ser un músico, normalmente sin estudios, con un aprendizaje propios, y un instrumento de mala muerte, heredado de su familia, robado, o comprado en una tienda de segunda mano con un poco de suerte. Y después de unos minutos, la cruel indiferencia de la gente lo aplasta y lo hunde. Deja el instrumento y descansa unos minutos. Y luego vuelta a la rutina. Y así todos los días.

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